jueves, 6 de agosto de 2009

LA EDUCACION Y LOS VALORES EN LA FAMILIA
El ingente esfuerzo de tantos hombre y mujeres que en la sociedad intenta reconstruir el tejido social deteriorado por la carencia de valores de los seres humanos y su práctica en detrimento de la misma naturaleza humana, es un reto que se evidencia hoy, más que nunca, como imperioso, teniendo en cuenta que el auge de nuevas formas de comunicación entre las sociedades introducen nuevas culturas de formación, educción e interacción.

Esta realidad lleva a poner en la mira y centro de la educación de los hombres a la primera sociedad donde el hombre es impregnado de valores: la familia, es allí donde se puede formar la recta perfección de la personalidad libre que debe ser configurada según las exigencias naturales del modo específico de ser que el hombre tiene.

Pero no basta afirmar y defender este principio del derecho de los padres. Sobre todo hay que procurar ayudarles a desempeñar bien esta difícil tarea de la educación en nuestros tiempos modernos. En este campo, la buena voluntad, el amor mismo, no bastan. Es un aprendizaje que los padres deben adquirir, con la gracia de Dios, en primer lugar, fortificando las propias convicciones morales y religiosas, dando ejemplo, reflexionando asimismo sobre sus experiencias, entre sí, con otros padres, con educadores expertos y con sacerdotes. Se trata de ayudar a los niños y a los adolescentes "a apreciar con recta conciencia los valores morales y a prestarles su adhesión personal, y también a conocer y amar a Dios más perfectamente (Gravissimum educationis, 1).

La educación es pues un proceso que abarca la totalidad de la personalidad y se define por su término o fin. El fin es cierto logro o realización o perfección que permanece en el sujeto; lo que se alcanza es siempre algo que es perfecto en tanto que conviene al hombre y a lo cual tiene que llegar, o es conveniente que llegue, precisamente por ser hombre.

Esta educación de su capacidad de juzgar, de su voluntad y de su fe es todo un arte; la atmósfera familiar debe estar impregnada de confianza, diálogo, firmeza, respeto bien entendido de la libertad incipiente; es decir, de todo lo que lleva a la iniciación gradual en el encuentro con el Señor y en las costumbres que honran ya al niño de hoy y preparan el hombre de mañana.

Se requiere un gran esfuerzo para que los hijos puedan adquirir en las familias "la primera experiencia de una saludable sociedad humana y de la Iglesia" (cf. Gravissimum educationis, 3).

Tocará también introducirlos poco a poco en comunidades educativas más amplias que la familia. Entonces ésta debe acompañar a los adolescentes con amor paciente y esperanza, colaborando con los otros educadores sin abdicar de su misión. De este modo, fundamentados en su identidad cristiana para afrontar como se debe un mundo pluralista, a menudo indiferente, e incluso hostil a sus convicciones, estos jóvenes llegarán a ser fuertes en la fe, a servir a la sociedad y a tomar parte activa en la vida de la Iglesia, en comunión con sus Pastores y poniendo por obra las orientaciones del Concilio Vaticano II.

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