En medio de las luces de la navidad, de alegría de la feria cercana, de la resaca de la rumba en una ciudad que se jacta de ser la “sucursal del cielo” se vive un submundo, una subrealidad que parece estar escondida en medio de lo que el hombre llama alegría.
Pablo, un hombre de apenas 25 años, barba poblada, ropa sucia y de aspecto de hombre de la calle se acerca al sitio donde siempre le tienden una mano amiga y con la alegría del servicio cuenta lo que le sucedió “ayer” antes de navidad: “me regalaron una sopita, estaba calientica y me senté en el andén a tomármela, paso una señora, yo la he visto durmiendo por donde yo duermo, me dijo con una voz llorona, - deme la sopita yo no he tomado nada desde ayer- yo se la di, yo tenía mucha hambre, pero hay gente más llevada que uno, ella se veía con hambre y pues nada, hay que servir al que lo necesita”
Como Pablo son cientos de miles las historias de caridad, de solidaridad, de fraternidad de valores del evangelio que se viven a diario en el centro de la ciudad donde en medio del derroche de dinero, de comida y de opulencia viven los pobres, los mismos que en la noche de la primera navidad estaba durmiendo en el desierto y a los que el ángel les anuncio que había nacido el Salvador, a ellos en esta noches de frio social, El Salvador los cobija con su manto y les hace vivir en medio de sus dificultades acciones de amor como la que me contó Pablo o como las que a diario se evidencian un evangelio viviente en medio de los pobres.
En ese mismo sector de bullicio céntrico se agolpan niños, mujeres, y hombres famélicos en las puertas de los restaurantes para pedir las sobras del almuerzo que dejan, los que en medio de sus seguridades desperdician el pan del que está en la puerta.
Una de las empleadas deposita en un bolsa el almuerzo casi completo que dejo un comensal, lo pasa tímidamente a uno de los habitantes de la calle y este mira a su alrededor parece buscar a alguien, emite un silbido y debajo del puente salen dos niños y una mujer, les entrega la bolsa y los niños corren a donde está su madre para empezar a saborear los alimentos aun calientes, el padre de familia sonríe, en su cara se muestra una alegría desbordante de ver a los suyos comiendo, aunque él no haya aún desayunado, es un desplazado del Putumayo, le tocó salir corriendo en medio de la noche, porque una de esas tomas guerrilleras y el acoso de las autoridades no le dejaron escapatoria, huía o se exponía a la muerte o secuestro de sus hijos para la guerra.
Mas hacia el norte avanzo en medio de las calles llenas de hombres y mujeres con paquetes en sus manos, maletines en sus espaldas y alegría en su hablar, me encuentro a Ángel, un chico de apenas doce años, en su manos la botella de pegante y su caminar somnoliento, le pregunto si ya almorzó, advirtió en mí las ganas de darle de comer, de saciar mi sed de supuesta caridad, levanta sus rostro y con la voz de un niño, la mirada picara de un joven y la responsabilidad social de un adulto me dice: yo ya almorcé en Samaritanos, pero esa viejita, todavía no ha almorzado. Angel, no quiso guardar alimento para la noche fría, no quiso saciar la falta de almuerzo de días pasados, solo vio en la viejita sentada en el borde las escaleras del puente peatonal a un hermana suya que tenía hambre…
Así son los pobres, los pobres de evangelio, despreciados, juzgados, abandonados, pero elegidos por Dios para recibir la buena nueva.
Mientras en los templos cantamos Gloria a Dios en el Cielo y paz a los hombres de buena voluntad, y nos damos un caluroso saludo de paz, en los andenes, debajo de los puentes, en los antejardines, en los parques, en medio del frio, la lluvia, del pegante, del licor; está naciendo en el corazón de los pobres el Niño Dios, ese que los hace vivir todos los días la navidad en medio de ellos y en todos los trescientos sesenta y cinco días del año.
Pablo, Ángel y el padre de familia de esta crónica son los elegidos a la fiesta única del nacimiento del Hijo de Dios, El no eligió a los reyes, a los ricos, a los sabios, a los que se creen fuertes y poderosos en medio de sus seguridades, Eligio a María, a José, los pastores, a los magos, Simeón y a Ana, a la gente pobre, pobre de corazón.
Me surge entonces una pregunta y una oración: ¿Será que estoy invitado al nacimiento del Hijo de Dios, a la fiesta del Cordero? Señor, que antes de juzgar el uso del pegante, del alcohol y de la droga en los hombres y mujeres de la calle, comprenda que el pecado no es otro más que mi indiferencia y ceguera ante tu presencia en medio del que sufre, amen.
Por:
PEDRO ANTONIO ORTIZ CARDENAS
Catequista y Comunicador Social